Al principio de la civilización, el descontento de los hijos ante las primeras leyes impuestas por los padres, llevó al parricidio. Los padres biológicos debieron responsabilizar a alguien más del mandato legal, alguien a quien no pudieran matar, alguien inmortal: Dios.
¿Es más apropiado preguntarnos si somos
felices o si somos infelices? El asunto no parece ser sencillo ya que podemos sentirnos
felices e infelices al mismo tiempo. Al pensar en nuestra propia felicidad, nos
viene a la mente todo aquello que nos entusiasma, pero si pensamos en nuestra infelicidad,
enumeraremos lo que nos desanima. Y la verdad es que estar entusiasmado y
desanimado al mismo tiempo no es un opuesto imposible, no es un oxímoron.
Es tan común como fantasear un cuerpo
atlético y tener pereza de ejercitar. Es un secreto a voces que el día es una
noche con luz y la noche, un día oscuro.
EN
DEFENSA PROPIA
Cuando tenemos noticias de un terrorista
suicida que estalló con su chaleco de dinamita podríamos preguntarnos «¿para
qué se suicida?». Aunque también pudiéramos preguntarnos «¿por qué no quiso
seguir viviendo?». El problema radica en que al preguntar por las consecuencias
«¿para qué se suicida?» los expertos en predicciones asegurarán que buscaba la
felicidad eterna en el más allá, pero la verdad es que esta respuesta no sirve
de nada a quienes no interesa volar por los aires en manos de bombas humanas.
Mientras que la pregunta sobre las causas «¿por qué no quiso seguir viviendo?»,
nos adentra en las miserias que le llevaron al odio, en las realidades que le
desencantaron de la vida, lo cual pudiera iluminarnos en cuanto al qué hacer
para que no haya más terroristas suicidas. Supongo que a quienes (sin necesidad
de negarse la felicidad eterna del mas allá), no disgusta recorrer completa la
corta travesía por este mundo, les parecerá más propicio preguntarse sobre lo que
nos hace infelices que sobre la felicidad. Aunque tengamos conciencia de que la
felicidad no es la simple ausencia de infelicidad, intuimos que la disminución
de la infelicidad es proporcional al aumento de seguridad, puesto que nadie le
hace daño a otro por ser feliz, sobre esto no hay discusión: quien piensa en
dañar a otros es un infeliz. Y estando así las cosas, parece lógico que colaborar
en la disminución de la infelicidad del otro es algo que nos toca hacer en
defensa propia.
TRISTES
ESTADÍSTICAS
—Por otro lado, las estadísticas sobre la
felicidad son tan imprecisas como las encuestas que las sustentan. Por ejemplo,
preguntar a la gente en Latinoamérica si se consideran felices es un
despropósito, porque en estas culturas, las fiestas frenéticas donde la
impulsividad y el descontrol bautizado con drogas y alcohol son símbolos
patrios, se considera felicidad a la desinhibición.
Si medimos la cuota de felicidad por la
cantidad de tiempo pasado bailando o bajo el efecto del alcohol riéndose y
echando chistes, nos encontraremos con que en Latinoamérica son mucho más
felices; pero debiéramos preguntarnos por qué el consumo de alcohol es tan alto
y entonces la respuesta apuntaría a todas aquellas cosas que hacen infeliz al
latinoamericano y que, para olvidarlas, las ahoga en drogas y alcohol. Felicidad
no es desentendimiento. La felicidad es algo consciente y para ser tal debe
estar conectada a la realidad, en fin, ser feliz no es estar en coma.
PREGUNTAS
INFELICES
—Lo cierto es que pareciera necesario
cambiar las preguntas que se utilizan para encuestar la infelicidad de una
sociedad. Así que intentemos crear una mejor pregunta, por ejemplo «¿la
infelicidad se debe a algo que falta o algo que sobra?».
Creo que, sin pensarlo mucho, todos
estaremos dispuestos a concluir, en primera instancia, que para ser felices más
vale que sobre a que falte. Pero apenas profundizamos un poco nos damos cuenta
que es lo mismo ser infeliz por falta de salud a serlo porque sobra dolor. Entonces
se nos ocurrirá otra pregunta ¿Las cosas buenas crean felicidad y las malas
infelicidad? A esta pregunta nos responderá con un categórico «¡NO!» un
ingeniero que después de esforzarse por alcanzar su título en la universidad (indudable
cosa buena), le toca trabajar de taxista, lo cual no estaría mal si no fuera
ingeniero; así que más le valdría no tener título para poder ser un taxista
feliz. Y así, cada vez que creamos estar ante un callejón sin salida aparecerá
otra opción, apelaremos a otra pregunta. Como la idea de la «justa medida», y comenzaremos a elucubrar
que la infelicidad es debida a una falta de equilibrio. Pero no tardaremos
mucho en negar lo recién planteado argumentando que la «justa medida» más pareciera una fórmula para alcanzar la “diáfana tranquilidad”
y no la felicidad, además que lo equilibrado pronostica tedio, aburrimiento e
insignificancia, lo que tampoco va de la mano con el impetuoso entusiasmo de
vivir. Y así pudiéramos seguir ad
infinitum. Pareciera que el problema está en la forma de hacer las
preguntas, como que no vamos a poder encontrar una respuesta que nos abra
caminos ante preguntas que usen el contraste entre dos términos «¿eres feliz o
infeliz?» «¿Al feliz o al infeliz le sobra o le falta algo?» «¿Son más felices
los ricos? O ¿son más infelices los pobres?». El misterio de la felicidad no parece
ser asunto de antónimos.
EL
INCONFORMISMO FELIZ
—Todo apunta a que la investigación se
puntualizaría si se preguntara sobre un concepto claro y no sobre una palabra
abstracta, lo que es lo mismo que decir que hay que aclarar lo que significa la
palabra “felicidad” antes de hacer la pregunta. De seguro nos iría mucho mejor
si en vez de preguntarle a alguien si es feliz o infeliz, le aclaramos antes
que «felicidad» significa «tener ganas de vivir», y que «tener ganas de vivir»
significa a su vez «tener ganas de saber, hacer, tener y ser más». Así la
pregunta sobre la felicidad se resumiría en «¿Sientes ganas de saber, hacer,
tener y ser más de lo que eres?». Entonces, el interrogado tendrá más claro en
qué pensar para dar la respuesta. Y como el tema de hoy no trata sobre encuestas
o estadísticas, sino sobre las preguntas mismas, sólo mencionaré, a vuelo de
pájaro, que todo un grupo de personas tristemente infelices a quien he preguntado
«¿Sientes ganas de saber, hacer, tener y ser más de lo que eres?», asombrosamente
me aseguraron estar conformes con lo que son. Así que cabe pensar que el conformismo
va de la mano con la infelicidad.
Les dejo a ustedes la expectación de hacer
la misma pregunta al otro bando, a las personas que consideren felices, para que
saquen sus propias conclusiones.
Y
tú… ¿SIENTES
GANAS DE SABER, HACER, TENER Y SER MÁS DE LO QUE ERES?
¿Cómo entender que un hombre se
divorcie por celos? Aclarando que los celos son siempre infundados, porque un
engaño comprobado ya no es asunto de celos, sino de traición.
Para representárnoslo, imaginemos
a un sujeto celoso llamando a su esposa al celular y que ella no le conteste. Cuando
la mujer llega (con 15 minutos de atraso), el hombre está verde y hecho una
fiera. No habrá razón que le valga «me importa una mierda que el celular esté
descargado. No puedo más ¡Nos divorciamos!».
Hasta aquí el asunto pasa ligero
por común. Pero, a los días, nace una interesante incógnita cuando un amigo le
cuestiona la decisión a nuestro héroe insensible a las baterías de celular: «Si
no tienes pruebas de infidelidad, y si te pone de cabeza el temor de que ella
esté con otro, ¿por qué te divorcias? De esa manera la estás empujando a rehacer
su vida con otra persona, la empujas a que realice tu pesadilla». Pero el
esposo decidido replica: «¡Qué sabrás tú de baterías! Esto se acabó, no hay
vuelta atrás».
¿Qué sentido tiene esta decisión?
Antes de pasar a la respuesta aclaremos que no estamos tratando sobre el
mecanismo de los celos, la razón del divorcio pudiera haber sido cualquier otra,
como que la esposa fuera una compradora compulsiva, o problemas con la suegra,
o que, siendo él naturista, descubriera de pronto que los senos de su esposa
son de silicona. Da igual el motivo, lo que vamos a analizar ahora es el para
qué sirve el divorcio.
MATEMÁTICAS AFECTIVAS
Para entender este asunto es
necesario que entremos al mundo del cálculo matemático de los valores propios. Todos
sabemos que la autoestima está conformada por todos aquellos valores que
podemos llamar «míos». O sea, su autoestima está conformada por todo lo que
usted pueda llamar «suyo», o sea, el yo de usted, su-yo. Esto demuestra que la
autoestima es el nombre que se le da en psicología a lo que en jurisprudencia
se llama propiedad privada.
Ahora veamos cómo se pone en
juego la autoestima en el amor. Imaginemos que la autoestima es una baraja. Y
digamos que la baraja del amor propio del hombre del ejemplo, antes de conocer
a su esposa, estaba compuesta por el valor de su profesión al que
representaremos como un dos de picas, el valor de su trabajo al que
representaremos como un dos de trébol, el valor de su familia ascendente que
representaremos como un tres de corazones y el valor de sus amistades que
representaremos con un tres de diamantes. Las cartas están echadas, la
autoestima de nuestro héroe, cuando soltero, valía 10 puntos. Y, digamos que
una autoestima de 10 puntos es muy buena, por lo que nuestro héroe era feliz
con un valor propio de 10. Pero, un día, conoce a una mujer a quien le da un
valor de 11 puntos y por ello la representaremos como un As de corazones. En
ese momento la autoestima de nuestro héroe pasa a valer 21 puntos y ahora se
siente eufórico, un Blackjack de
felicidad. Pero, después de casarse, los celos del hombre transforman a su
mujer de 11 puntos en una posible traidora, en un antivalor. A partir de ese
momento el hombre se siente miserable y su autoestima se desbarranca en la
melancolía. Ahora cabe preguntarnos: ¿cuánto vale, en este momento, la
autoestima de nuestro héroe? Hagan el cálculo. Tienen cinco segundo para pensar
y hacer sus apuestas…
¿Ya tienen la respuesta? Analicemos los
resultados. Si optaron por pensar que la autoestima de este hombre que acaba de
convertir a su mujer en un antivalor, vale 10 puntos, la respuesta es
incorrecta porque, de ser así, el hombre se sentiría feliz. No eufórico, pero
sí feliz. Recordemos que así se sentía antes de conocer a la mujer, y acordamos
que una autoestima de 10 puntos era suficiente para ser feliz. Pero nuestro
héroe se siente espantosamente mal, TANTO que quiere divorciarse ¿Por qué
siente ése deseo? ¿Cuánto vale en este momento la autoestima de nuestro héroe? Para
ser breves, develemos a la respuesta: la autoestima de este pobre hombre vale:
-1. Los 11 puntos de valor que le atribuyó a su esposa durante el enamoramiento
siguen teniendo, en su autoestima, un «valor absoluto» de 11 pero, por haber
pasado a ser un antivalor, ahora vale -11. Y 10 - 11 es igual a -1. El balance
de su autoestima está en rojo. Los 11 puntos negativos le impiden valorar los
10 positivos que, aunque todavía están allí, son negados el 11 negativo. Con un
antivalor tan grande, sus valores pierden importancia. Ante el miedo de ser
cornudo le importa un bledo su profesión, no puede concentrarse en su trabajo,
si un familiar trata de hablar con él obtendrá una mala respuesta y a los
amigos no los quiere ni ver. Por eso siente que debe divorciarse, porque sólo
alejando los 11 puntos negativos de la propia autoestima podrá regresar a
valorar los 10 valores que cultivaba, y restablecer la importancia de su
profesión, su trabajo, su familia y sus amigos. He aquí el por qué siente la
necesidad de divorciarse, para volver a valorarse. Matemática simple: lo malo
resta, lo bueno suma.
LOS MISTERIOS DEL CÁLCULO
A veces, los más grandes misterios, son determinados por teoremas simples.
Es tan notorio que en el amor se trata de transformar 1 en 2, es tan evidente
que el amor es una adición, que resulta increíble que permanezca oculta la
relación entre la matemática y el amor. ¿Cuál será la razón de este descuido?
Creo que pueden ser tantas las causas que para no complicarnos la vida es mejor
echarle la culpa a nuestra primera maestra de aritmética y olvidar el asunto. Lo
concreto es que toda persona que comparte valores comunes con alguien siente
que su existencia maneja cifras de muchos dígitos, mientras que si un pescador
comparte su vida con alguien alérgico al pescado, sufre la oscuridad dominante a
la izquierda del cero, la oscuridad de los números negativos.
La vida nos obliga a llevar varios libros de contabilidad, y no es el de las
pérdidas, ni el de los desencuentros el que lleva escrito en la portada: «Libro
del propio valor».
¿Alguna vez han confundido un recuerdo con un sueño? O sea, ¿alguna vez han descubierto que algo que creían haber vivido en realidad lo habían soñado? Si la respuesta es afirmativa, entonces conocen el desengaño y el consecuente deseo de revancha que nos mueve a tratar de moldear la realidad según nuestros sueños. A veces sospecho que todo en la vida es una revancha. Que sólo nos movemos tras enojarnos por estar quietos. Que sólo pensamos en cambios después de apagar el televisor y preguntarnos «¿es esta la realidad que yo había soñado para mí?», «¿Es éste ir y venir del trabajo a la casa, del televisor a la cama, de comentarios sobre cambios atmosféricos a rascarse la espalda, es esto lo que quería para mí? Todo cambio es antecedido por una crisis, para cambiar la realidad, previamente hay que sentir el oprobio, la indignidad, la ignominia de no ser lo que soñamos ser, y sólo entonces la contrariedad nos rememora el reto que hemos heredado de la humanidad: «ser el único animal capaz de hacer realidad sus sueños». Herencia nada fácil de llevar porque conlleva la autocrítica y el cuestionamiento del propio mundo. En fin, para cambiar hay que tener un sueño y para darnos cuenta de él, hay que despertar.
SOÑAR PARA VIVIR O VIVIR PARA SOÑAR
Es imposible vivir sin soñar, y de esto nadie se lamenta, más bien, si se pudiera vivir de sueños pagaríamos con gusto el precio de pasar la existencia con los ojos cerrados mirando hacia adentro, porque los sueños, para ser tales, deben ser propios, deben ser internos, si vinieran de afuera serían deberes en vez de derechos.
Reconozcámoslo, nos pasaríamos con gusto todo el rato que andamos por este mundo, durmiendo. Y debe ser por eso que tratamos de extender las imágenes oníricas más allá de abrir los ojos, pintando cuadros, viendo océanos en la pupila del ser amado, escribiendo cuentos, haciendo y viendo películas, o creando aparatos para volar (porque en los sueños casi siempre volamos y cuando no lo hacemos es porque aterrizamos). Es definitivo: no podemos vivir sin soñar. Y por ello todos somos magos, quien más quien menos todos tenemos nuestros propios encantamientos, porque un sueño sin magia sería pesadilla.
LA MAGA CIENCIA
Hubo un tiempo en que los magos y los científicos eran lo mismo, pero luego se separaron en dos bandos cuando los magos decidieron no dar explicaciones y en contraposición a estos, los científicos enfatizaron en explicarlo todo con teorías. Hoy en día los magos y los científicos viven separados y durante el día pareciera que sus labores fueran muy distintas, pero, por la noche, cuando miran las estrellas, saben que trabajan para lo mismo y extrañan a sus antiguos compañeros. Los magos y los científicos son amigos alejados que añoran su pasado común, y por ello a veces se disfrazan para merodear en los barrios de sus antiguos camaradas, a estos enmascarados se les llama: filósofos.
La interrelación entre la magia y la ciencia es como la del huevo y la gallina, no hay secuencia, son simultáneas, son parte de lo mismo. Pero hay quienes se empecinan en remarcar sus distintas naturalezas, los psicólogos suelen estar al frente de este gremio, aunque me consta que en secreto, encerrados en el baño, se divierten haciendo trucos con su varita mágica; el secreteo les viene de la vergüenza, porque el entristecedor proceso académico les obligó a renegar de sus más íntimos deseos, debido un viejo dogma de la psicología ortodoxa que asegura que sólo alguien que no sea humano puede ayudar a las personas (dogma que supongo provenga de aquello de que Dios es el único que puede condenar o salvar a los humanos). Y tal vez por eso los grandes magos han sido ateos. En fin, algunos científicos académicos piensan que «soñar» les está prohibido, pero lo cierto es que no existen Einstein, ni Pasteur que no sean soñadores, aunque también es cierto que el sueño de la razón puede producir monstruos. Sin embargo, a final de cuentas la magia sólo es el otro lado de la balanza que nos permite tolerar la realidad.
ABRACADABRA EN PAREJA
Si bien entre la magia y la ciencia no se puede decidir quién depende de quién, en las cuestiones del corazón sabemos que el amor depende de la magia. Desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, no ha habido hombre que se enamore de una simple mujer, ni mujer que se enamore de un simple hombre, todo enamoramiento femenino ha sido hacia un Dios y todo enamoramiento masculino hacia una diosa, eso explica que no nos enamoremos de la primer persona del sexo opuesto que para hacer frente a nosotros, la escogeremos porque representa nuestro Dios o nuestra diosa y si soy pareja de una diosa debo ser un dios. No hay magia superior que esta: la fórmula para ser dios. Cuando decido que una mujer se transforme en mi diosa, veo en ella las virtudes que quisiera tener y también las pocas que poseo, es un perfeccionamiento de uno mismo, a través del contagio con algo que haré mío. Lo mío es mi-yo, y yo soy lo que pueda llamar mío. Con unos cuantos pases mágicos he conformado mi autoestima, mi propio valor. Lo que en psicología se llama autoestima en la jurisprudencia se le llama propiedad privada. Magia pura. Ilusión de propiedad. Sentido de la vida. Abracadabra.
Enamorarse sin magia es como hacer el amor con un manual. El enamoramiento es un pase mágico. El cortejo es un truco en la oscuridad y el desengaño es cosa de encender la luz. Pero el enamoramiento no es lo mismo que el amor. El amor no es cosa de trucos para la merienda, el amor no es cosa de monedas que aparecen en las orejas, el amor no es hacer magia sino vivir en ella. Amar es seguir amando. Un truco dura segundos. Un encantamiento pretende mantenerse en el tiempo ¿se va entendiendo que el enamoramiento se trata de vender como una verdadera mentira, mientras que en el amor se trata de que la mentira se vuelva verdad? No es mago quien sólo sabe un truco. La magia es un show, y el show nunca debe acabar.
La luna es la sorpresa que sale del sombrero del mágico sistema solar. Mirar el cielo estrellado sin esperar ver un cometa fugaz es cosa de mentecato triste que odia el circo. ¿Qué importa si el primer hombre que caminó en la luna estuvo allí de verdad o fue un montaje cinematográfico? ¿Quién no es capaz de darse cuenta de que eso en realidad no interesa a nadie? Lo trascendental para el hombre es su deseo de llegar a la luna, sea de polvo estelar o de queso, da igual. Qué triste debe sentirse aquel que frente una película de ficción vocifera ¡eso es imposible! Para poder amar hay que crear lunas de queso, hadas, duendes, porque sólo si se tienen recovecos donde desahogar la locura, se puede compartir la cruda realidad de hacerle frente de la vida.
MAGIA PARA TODO
En el mundo de las ferreterías, la magia no parece servir para mayor cosa. No construye casas, puentes, ni armas. La magia sólo alegra al albañil mientras arma la pared que protegerá a alguien. La magia no construye bloques pero está presente en el movimiento de la mano del albañil al colocar la argamasa que los une y los hace casas. La magia no hace medicinas pero permite al médico encontrar una insólita belleza en la atención de enfermos en una pandemia. La magia no es clavo ni martillo, la magia en sí misma no construye grandes cosas, pero las permite todas.
La magia está hecha de preguntas, el aprendiz de mago, en su primera clase, recibe un cuestionario «¿Quién soy?, ¿Por qué estoy contigo?, ¿Por qué respiro?, ¿Por qué están allí los demás y qué tienen que ver conmigo?, ¿Por qué me gusta la música y qué la diferencia del ruido?» La magia es curiosa y brinca cual duende inquieto de una pregunta otra. La magia no es crédula pero tampoco anda por allí proclamando «si no lo veo no lo creo», los magos saben que por dañarse el microscopio no desaparecen los microbios. Los magos saben que la falta de respuesta hace válida a la pregunta. La magia desaparece cuando se pregunta lo evidente y no habiendo nada más evidente que la razón de hacernos preguntas, sería vulgar preguntarnos sobre el porqué de la magia. La sabiduría de los magos es reconocer lo que no saben. Pero, cuidado, creer que en la tierra de la ignorancia germinan esbeltas las preguntas sin más ni más, sería una inocentada, sin la lluvia de la curiosidad el desconocimiento es un desierto.
LA GAYA MAGIA.
Dos ojos tenemos, uno curioso para mirar las estrellas y otro crítico para mirarnos a nosotros mismos mirando las estrellas. A veces pienso que habernos olvidado de la verdadera función de los ojos es a lo que los cristianos llaman «haber perdido el paraíso», con lo que la cristiandad es una proclamación de ceguera. Sin embargo, dos ojos seguimos teniendo, la recuperación del paraíso perdido sólo implicaría un cambio de mirada, un pase mágico: voltear el ojo crítico hacia nosotros mismos.